Me gustaba ver los grandes tomates, pimientos, pepinos, mazorcas, etc. colocados sobre mesas de madera o corcho, recuerdo su olor, su fragilidad.
Ellos lo hacían, no como un culto ni un ritual religioso, sin plantearse muchos porqués, estaban guiados otra vez por el saber antiguo.
El mejor fruto de la primera cosecha no se recogía y consumía con los demás, se dejaba madurar más, protegiéndolo con celo y exhibiéndolo a los vecinos como una maravilla de la vida, luego era llevado al mejor lugar de la casa (fresco, sombreado, ventilado, rodeado de manojos de plantas aromáticas secas) donde era entregado al mundo como una ofrenda, vigilado su envejecimiento y en el ultimo momento despojado de su alma. Le sacaban las semillas con mucho cuidado, sin limpiarlas demasiado para que conservaran algo de los tejidos que en otro momento las protegían, luego sol y guardadas a salvo de la humedad hasta el momento de su renacer.
Darle a la planta que te alimenta la atención y el cuidado para que realice su misión vital de reproducción, mirar por su salud y ser respetuoso con su vejez. Estos hombres no arrancaban las plantas cuando dejaban de producir sino que las dejaban perecer en su sitio y que las rodearan las silvestres en una última etapa vital, no era dejadez sino comprensión profunda de la vida.
El arado y preparado de la tierra para la siembra es muy agresivo con la vida que hay en ella , por eso sólo se hacía en el momento y la proporción adecuada; hoy con las máquinas de labranza es normal ver siempre las huertas recién movidas y sin hierbas, las tratan como si barrieran las casas.
En un último ejercicio de cooperación con la naturaleza compartían sus mejores semillas, las mejores plantas de los semilleros más sanos con los vecinos. Y la naturaleza les correspondía con una polinización cercana con la mejor información genética para sus flores y frutos.