Dimos un repaso a los canteros sembrados "mirando con ojos de ver", luego cortó unas plantas que parecían no ser de la huerta y nos las llevamos a la sombra de la pared junto a la alberca. Allí estaba su piedra, yo me senté en el caño de riego.
Acariciaba y alisaba las hojas recién cortadas. Yo siempre estaba con que cambiara de variedad de habichuelas, que su navaja ya era demasiado vieja, que la chaqueta en verano era mucha ropa, y sobre todo que el día entero allí solo era demasiado aburrido.
Me miró con condescendencia y me dijo que a los hombres hay que quererlos, respetarlos y mirarlos desde cierta distancia, para así poder temerlos con cariño y prudente cercanía. Entonces entornó los ojos y me contó una muy corta historia que jamás olvidé.
-En el pueblo de al lado, cuando entraron los militares, mandaron a un joven retrasado a recibirlos con la bandera contraria, lo peinaron y vistieron bien, él estaba dando saltos de alegría por la atención recibida y así se encaminó a su muerte. Alegre y seguro de que sus vecinos lo querían y cuidaban de él. Desde entonces el pueblo quedó en silencio sin su redoble de tambor imaginario y su descalzo paso marcial.
No me atreví nunca a preguntarle nada, ningún detalle de qué papel tenía en esa historia.
Fumamos el matute que tan mal me sentaba, me mareaba casi hasta vomitar, ese tabaco que sembraba y secaba era dinamita comparado con el Royal Crown que yo usaba, pero esa tarde lo fumé con ansiedad hasta casi no poder levantarme del caño.
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